Hay profesiones en las que no vale funcionar a medio gas, cumplir sin más. Se puede hacer y seguir cobrando a fin de mes, aunque creo que existe una ética, un respeto hacia la labor realizada, una implicación, que empuja a dar el máximo cada día.
El máximo en los días buenos y también en los malos, porque los educadores a veces tenemos dolor de cabeza, pasamos mala noche... Tenemos nuestros problemas, faltaría más: se nos estropea el coche, nos deja la pareja, incluso pasamos por situaciones realmente duras y continuamos intentando dar lo mejor de nosotros en el aula. Las circunstancias son las que son en cada momento, varían, y nos humanizan.
Cuando me planteo el hecho de ser auténtico con los niños y las niñas, pienso en ser sincero, natural, en ser uno mismo, ser "de verdad".
Me apena que sea tan habitual caer en la sobreactuación cuando nos relacionamos con los pequeños, ¡en falsear hasta nuestra personalidad! No hablo del baby talk (o motherese), ni me refiero tampoco a momentos puntuales en los que usamos la voz y el gesto para enfatizar o destacar un mensaje; estoy pensando, más bien, en la cotidianidad compartida.
Aludo a aspectos como cuidar el tono de voz, que sea cálido y respetuoso, evitando la estridencia, y a la vez, sin caer en la ñoñería o en la cursilería. Vocalizar, pero no hasta el punto de rozar la exageración, ni hablarles con una constante cantinela o adoptar un gesto casi teatral. ¿Por qué no? Desde mi punto de vista, porque resta autenticidad a la relación y no parece confiar demasiado en las capacidades cognitivas del receptor.
Aludo a aspectos como cuidar el tono de voz, que sea cálido y respetuoso, evitando la estridencia, y a la vez, sin caer en la ñoñería o en la cursilería. Vocalizar, pero no hasta el punto de rozar la exageración, ni hablarles con una constante cantinela o adoptar un gesto casi teatral. ¿Por qué no? Desde mi punto de vista, porque resta autenticidad a la relación y no parece confiar demasiado en las capacidades cognitivas del receptor.
Porque cuando alguien usa un tono chirriante, monosílabos o ruiditos, para dirigirse a Juno, me resulta bastante molesto, aún cuando sé que es por pura ignorancia.
Y si me centro en el ámbito escolar, quisiera aclarar que en educación infantil cantamos, explicamos cuentos, interpretamos, dramatizamos... en estas ocasiones nos convertimos en actores y actrices y usamos todos los recursos de que disponemos, y tiramos de nuestras dotes expresivas y exageramos y enfatizamos... pero, en educación infantil, por encima de cualquier otra cosa, acompañamos: somos compañeros de vivencias. Y lo hacemos en un momento de sus vidas en las que son especialmente permeables a las influencias externas.
Hoy, al oír a un alumno mío exclamar "¡apa!", me he visto reflejada en su expresión, he vuelto a tomar conciencia de como mi conducta, mi gesto, mi palabra, repercute en sus actos, en sus vidas.
Y si defiendo a ultranza la autenticidad como valor a cuidar muy especialmente, es porque considero que es sano que nuestros alumnos nos vean asumiendo el rol de adulto, que es el que nos corresponde, sin perder el control, cuidando los modales, etc., incluso más, el de educador: responsable y modelo. Pero el hecho de que un día estemos tristes, enfadados, cansados, eufóricos, etc. puede ser la excusa perfecta para demostrar que las emociones no son positivas ni negativas, simplemente forman parte de nosotros, y saber canalizarlas de un modo positivo es el mejor aprendizaje que podemos transmitir a los niños. Porque, justamente ellos, se encuentran en pleno desarrollo emocional y es para mí la parte más complicada de la construcción de la personalidad y la tarea más difícil como educador: saber acompañar este proceso.
Pienso que es mucho más coherente aprovechar las oportunidades que surgen de modo natural para educarnos juntos a nivel emocional, que no abordar la "educación emocional" como una unidad didáctica, una parte de la programación, algo que se puede "trabajar" en el aula. Y es, desde luego, mucho más auténtico.
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